UNA REFLEXIÓN SOBRE LA MUERTE
En pleno boom de los avances terapéuticos y de la medicina personalizada, la planta de un hospital te permite -me ha permitido- asistir a «éxitos» de la muerte que, lejos de ser un proceso uniformado, se ha manifestado diferente y única en cada persona, en cada caso.
Si bien coincido totalmente con el pensamiento epicúreo sobre la muerte, que nos avisa de que ésta no es para tanto, ya que cuando ella está nosotros ya no estamos, no puedo obviar que es una parte importante de nuestra realidad vital, en la que contrastan dos pensamientos: por un lado el reconocimiento de que vamos a morir como acción intransferible, y por otro lado el pensamiento contrario que pretende obviar al primero y nos hace vivir como si nunca fuéramos a morir. Ambos pensamientos han posicionado a lo largo de la historia a pensadores y filósofos. Unos la aceptan como algo bueno («el hombre alcanza su autenticidad con la muerte») mientras que otros la consideran la «aniquiladora de la potencialidades humanas».
Para quienes, por profesión-vocación, compartan la experiencia cercana de la muerte y hayamos visto morir en más de una ocasión, probablemente coincidirán conmigo en la simpleza de la muerte como proceso puramente biológico, como la ruptura definitiva de los mecanismos de regulación que mantiene nuestro cuerpo en funcionamiento.
Son, como siempre suele ocurrir, las experiencias y las emociones vividas previamente las que hacen del proceso natural de morir, cuando éste tiene tiempo tangible para existir, uno de los más complejos, ya que en él participan y confluyen, además de las circunstancias vitales de todo tipo, no sólo el que va a morir, sino también la familia, los amigos y en ocasiones también los profesionales (también personas); cada uno con sus experiencias y sus emociones puestas en común en un círculo muy íntimo.
Con independencia del concepto trascendente que se pueda o no tener de la vida y, en consecuencia, de la muerte, este marco final de la vida, de muy difícil regulación jurídica, es sobre todo y ante todo una continuidad vital.
Salvando los errores que tiene cualquier generalización, coincido con el mejicano Octavio Paz en el hecho de que «la muerte se hace» y que «según vives así mueres».
La experiencia del dolor, el miedo y la soledad deja recuerdos y genera un aprendizaje útil desde nuestros primeros años. Nuestra respuesta a estas experiencias es la consecuencia más o menos estructurada de lo que vamos aprendiendo a lo largo de la vida. Las experiencias vividas nos definen como personas y éstas también valen a la hora de vivir nuestro duro proceso de morir.
Puestos como estamos también al servicio del buen morir, habiendo sido capaces hasta de articular un «derecho a la muerte digna», huyamos de normas simplistas y modas globalizadoras y desarrollemos un tratamiento personalizado de la muerte.
Como cualquier personalización implica adaptar el proceso vital de morir a las características de la persona que lo protagoniza. Como coactores fundamentales el entorno íntimo que conoce y cuida; como herramientas, el acompañamiento honesto, amable, con capacidad de escuchar y sonreír, y de dar soluciones, bien adaptadas a la realidad, a necesidades físicas, psicológicas y espirituales.
Nuestra sociedad en debate abierto sobre el derecho a morir, no debe quedarse sólo en el «instante de morir» o de regular aspectos que son ya una realidad en muchos hospitales de nuestro país como es la desconexión del respirador o la sedación terminal.
Aprovechemos la reflexión colectiva para solicitar leyes que amparen, potencien y faciliten, un proceso de muerte personalizado atendido por ese circulo íntimo de cuidadores. Por tanto mi sí a una nueva ley de proceso de muerte personalizado, con más y mejores cuidados paliativos y una ley de dependencia aplicada y efectiva a tiempo.
Juan de la Haba
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